viernes, 28 de julio de 2017

LA MONTAÑA RUSA DEL CÁNCER


A una amante de la rutina y el control tener cáncer es de las cosas que creo que más puede trastornar. No soy una maniática del orden ni de la limpieza. De hecho, creo que vivo feliz con mis montones de trastos pendientes de organizar porque, aunque sin orden, sé dónde buscar cada cosa que necesito. Me refiero al control sobre lo que hay que hacer, una planificación.
Antes de saber que tenía cáncer, en diciembre, ya contaba con tres agendas para el próximo año. En realidad sólo quería dos, una para el trabajo y otra para mis cosas personales, pero no terminándome de gustar el formato de una de ellas quise buscar otra aún más perfecta. Para que os hagáis una idea de mi pequeña obsesión con este tema.
Planificar estando en tratamiento activo es prácticamente imposible. Ya no sólo porque los tratamientos pueden ir modificándose sino porque cada día te despiertas de una forma diferente.
Durante estos meses he tenido la suerte de mantenerme con una estabilidad emocional bastante aceptable. Puedo contar con los dedos de las manos los momentos de bajón. Pero últimamente la mochila pesa más de la cuenta.
Una catarsis en todas las esferas que conforman la integridad de la persona. Una tormenta emocional, física, mental y espiritual. Un desequilibrio tan grande que cuesta hasta mantenerse erguido. Todo se tambalea cual bandeja llena de copas de la mano de un camarero inexperto.
Me da rabia reconocer que la fuerzas flaquean y que probablemente no soy tan valiente como se presagiaba. Me entristece no poder seguir siendo ejemplo a seguir. Ahora ya no… Estos días me siento frágil, vulnerable. Estos días cuesta ponerse la armadura para seguir en las primeras filas de batalla.
Esto no significa que me haya derrumbado del todo. Solo que en este momento no puedo transmitiros la misma fuerza que hasta ahora. Me parece hipócrita mostrar sólo la cara positiva del cáncer.
Entiendo que esto forma parte de la normalidad, que es preciso soltar un poco antes que explotar del todo. Este post es parte de la liberación que estoy experimentando estos días. Me doy permiso para soltar peso, despojarme de algunas de mis inquietudes y miedos, aceptando que forma parte del proceso y que son momentos necesarios para rehacerse.
Hay mucho que ya he cambiado estos meses y aún mucho más que quiero cambiar en los sucesivos. Hay gente que me pregunta si tengo ganas de volver a la normalidad de antes. Y lo que yo me planteo es qué había de normal en lo de antes para querer mantenerlo ahora. Es imposible retomar como si nada hubiera pasado. Eso es utópico, falso. Ha pasado, me está pasando. Y mucho.
Por el momento me conformo con seguir siendo junco que baila amoldándose al viento siendo flexible aunque ahora esté un poco rasgado y astillado.
Ayer me pusieron un ciclo más de quimioterapia. No porque haya empeorado. Va todo bien en ese sentido. Sólo para terminar la pauta inicial que se planteó. El último será a mitad de agosto. Si todo sigue como lo esperado, aproximadamente un mes más tarde de la finalización de la quimioterapia, llevaré radioterapia.
Pase lo que pase, venga lo que venga, estemos de subida o bajada de esta montaña rusa, a las lágrimas siempre le siguen sonrisas. Y eso es algo que nunca voy a perder. Es mi sello de identidad.

viernes, 21 de julio de 2017

LO QUE VIENE TRAS LA DESPEDIDA DE LA TETA


Quizás lo previsible, después de una mastectomía, es que eches de menos tu antiguo cuerpo, te sientas fea o poco atractiva, o que se generen sentimientos de rabia por la pérdida. Quizás pueda incluso asemejarse a un duelo, con sus diferentes etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación (según Kübler-Ross). Es lo que había imaginado que me pasaría, pero nuevamente, todo es impredecible y, aunque pensaba conocerme bien, por ahora no he reaccionado así.

Estoy feliz con mi nueva situación. Me encanta mi cicatriz porque, además de bonita, gracias a ella, avanzo en el camino hacia la curación.


Las cicatrices

No hay cicatriz, por brutal que parezca, que no encierre belleza.
Una historia puntual se cuenta en ella, algún dolor.
Pero también su fin. Las cicatrices, pues, son las costuras de la memoria, un remate imperfecto que nos sana dañándonos.
La forma que el tiempo encuentra de que nunca nos olvidemos las heridas.

Esta poesía de Piedad Bonnett fue uno de los mejores regalos que recibí días más tarde de la operación. Gracias Ana.

Los cuidados después de la intervención han sido sencillos. De las curas, diarias, se encargaba mi hermana, ¡que se ha hecho enfermera de la noche a la mañana! Un poco de clorhexidina (mejor que el betadine, para que no coloree) y tapar con apósitos. ¡Montábamos casi un quirofanito cada vez que tocaba cura! Toalla sobre la cama, gasas, compresas, desinfección de manos, cámara para fotografiar la evolución… y el “ihhhh” de mi madre cada vez que mi hermana destapaba la herida que, aunque con miedo, se atrevió también a ejercer de ayudante.

Me pusieron dos tubos de drenaje. Estos permiten que los líquidos que se generen en la zona intervenida puedan ser eliminados a unas botellitas de plástico. Así se evita la aparición de una de las posibles complicaciones, que son los seromas (acumulación de líquidos corporales en un zona del cuerpo donde se ha producido un traumatismo o cirugía). Uno partía de la mama y el otro estaba más cercano a la axila. El primero lo retiraron en pocos días, pero el segundo lo mantuve diecinueve. Vivir con tubos que salen del costado no es del todo cómodo, pero no duelen. Guardaba las botellitas en una pequeña riñonera y con camisetas holgadas quedaba muy disimulado.

¡Dormir ya es otra historia! Creo que soy de las pocas personas que duermen -dormía- boca abajo. Eliminando esta opción (espero que provisionalmente) y el lado derecho, las alternativas, para mi gusto, son pocas, y en un afán de simular un pseudoizquierdo-boca abajo, he debido comprimir algún nervio que ha hecho que tenga media mano izquierda dormida. Estos son efectos secundarios de ser una cabezona.

Orgullosa de mi cicatriz, y sin pensar mucho en el receptor de información, la enseñaba incluso en mitad de la calle. Ya me he dado cuenta que todo el mundo no quiere o no está preparado para verla. Pero es que está tan bien hecha…

Además, estoy sorprendidísima con las posibles sustitutas de mi teta pocha. Existen prótesis externas de mama de diferentes materiales, pesos, formas y tamaños. ¡Encontrar la tuya puede ser una decisión tan complicada como elegir novio!

Se compran en ortopedias con la receta que hace el cirujano. Es de agradecer que esté financiada porque hablamos de cantidades de más de 200 euros. Cuando fui a por ella entregué la receta como quien va a comprar una caja de ibuprofeno. No sabía el tinglado de opciones que hay montado. Te pasan a una habitación y empiezas a probarte tetas hasta que te apaña una. Os presento a la mía, que esta creo que no daña sensibilidades 😉 




Antes de la operación, satisfaciendo mi ansia de control, me agencié con una próteis de algodón, muy cómoda, ligera, y bastante más barata. La encontré por internet por 30 euros. Para un postoperatorio es la más indicada.


Los días que he estrenado teta iba como un niño con zapatos nuevos. Sorprendí a mi cuñado con un: “Mira que chula Pedro, tócame la teta”. Aún me estoy riendo de su cara de susto. Con esto y con cada una de las veces que le he enseñado las botellitas medio llenas sacándomelas de la riñonera casi sin previo aviso. Tiene ganado el cielo.

Lo que sí que he llevado mal es la limitación de la movilidad del hombro. La teta no la necesito. El brazo sí. La linfadenectomía axilar (extirpación de los ganglios de la axila) es lo que más condiciona.

He desarrollado una complicación frecuente pero infradiagnosticada que se llama trombosis linfática superficial.  Al quitar los nódulos o ganglios linfáticos en la operación, los vasos linfáticos, que es por donde viaja la linfa, siguen transportándola pero de alguna forma se les derrama, porque ya no están los nódulos. Esto hace que las vasos linfáticos se trombosen y se inflamen. Produce dolor generalmente en toda la cara interna del brazo, hasta la flexura del codo, que es donde me llega a mí, pero puede llegar hasta la muñeca y aparición de unas bandas duras, como cuerdas que recorren la axila, que limitan la extensión.

Es conveniente acudir a un fisioterapeuta especializado para poder tratarlo. Yo he empezado hace muy poquito pero ya estoy notando la mejoría. La fisio me realiza un masaje específico y estiramientos, además de explicarme pautas para la prevención del linfedema, que es lo que más miedo me da. En otro post lo explicaré bien pero por resumir, el linfedema es la complicación más temida por las mujeres mastectomizadas. El brazo se hincha y si no se trata a tiempo, puede ser irreversible.

De momento espero plantarme en mis pequeñas complicaciones tempranas, que además de lo explicado, y un pequeñito seroma que drenaron el otro día, por no quedarme corta y ser una avariciosa, se añade una infección en la zona por donde pasaba el último drenaje. La piel se volvió roja, tensa, hinchada, caliente y me puse con fiebre. Es importante consultar pronto si aparece porque precisa de antiinflamatorios y antibiótico.

Ahora estoy bastante mejor, pero hace unos días, estaba todo tan inflamado y duro que creí tener una coraza, cual guerrera amazonas, de esas que cuentan que se extirpaban la mama para poder lanzar mejor las flechas de su arco. La realidad es que no me considero tan exuberante y me conformo con sentirme como una gamba sin pelar. En breve me quito esa piel dura y me quedo blandita y jugosa como siempre.

viernes, 7 de julio de 2017

IMPERFECTA ¿Y QUÉ?


Me llamaban desde muy lejos. “Ana, Ana…”. Abrí los ojos y allí estaba ella, Fani. Es la enfermera con la que compartía cupo de pacientes en consulta cuando trabajaba. No podía estar más feliz. Había pasado ya (¿tan rápido?), me había despertado, me sentía increíblemente afortunada por ello, y la primera persona que veía no solo era alguien conocido sino ella, mi querida Fani.

Me vienen a la memoria vagamente esos momentos. Cortos y turbios. Como cuando te sumerges en el agua y sales arriba a coger aire. Cada despertar era como una bocanada que recargaba los pulmones. Las pocas pestañas que tengo pesaban y solo permitían flashes de recuerdo.

Ya en la habitación, la 549, de madrugada, el picor en el brazo derecho terminó de despertarme. O quizás al empezar a despertar más pude sentir el picor. Quién sabe. Pero cada vez era más y más fuerte. Desde la axila hasta el codo, por la cara interna del brazo, hasta que comenzó el dolor, a modo de descargas. Fuertes latigazos que recorrían la zona donde bien gustosamente me había quedado con el inofensivo picor. Lloraba. Me hubiera arrancado el brazo. Menos mal que los intentos de relajación (con mi música tranquila) y la medicación no tardaron en volver a sumergirme en el sueño.

Por suerte la recuperación fue rápida. Al día siguiente podía pasear por los pasillos y aquel dolor tan insoportable se quedó en el recuerdo. Visitas, flores y dulces alegraron la estancia.
Cada vez que entraba una enfermera temía que fuera el momento de la cura. Llevaba días imaginándolo. ¿Sería en el hospital o estaría vendada hasta llegar a casa? ¿Querría mirarlo allí, estando ingresada o me esperaría a estar sola, delante de mi espejo? Vendría una enfermera mayor, de las que no sonríen mucho y tienen prisa (que no es que todas las enfermeras mayores sean así pero, la imaginación, cuando estás enfermo, da para mucho!). Sin embargo, no sucedió en absoluto como mi mente había previsto.

Vino mi cirujano, como ya lo había hecho el día anterior, despejando un poco la habitación en busca de mi intimidad. Se sentó sobre la cama y estuvimos hablando, sin prisa. Acogida por su tranquilidad y delicadeza destapó para ver la herida. Aquella cicatriz, mi cicatriz, asomaba limpia, discreta y me atrevería a decir que bonita. El monstruo en el que me había imaginado que me convertiría, irregular, asimétrico y andrajoso, se quedó en una dulce imperfección.

En poco estaba en casa. La cirugía fue un miércoles por la tarde y el viernes a medio día ya contaba con el informe de alta.

Los primeros días han ido realmente bien, sin apenas dolor. Quién me iba a decir que tres días más tarde de la operación pudiera pasearme por las rebajas de mi tienda favorita. Pero otra vez hablamos de despertares tardíos. Poco a poco el dolor se ha ido presentando. No tan fuerte como aquella primera noche, pero me recuerda que estoy recientemente intervenida y que no puedo llevar la misma marcha que antes. Si por mi fuera y los drenajes no tiraran, estaría ya corriendo. Tengo tantas ganas… El otro día me emocioné sólo por ponerme las zapatillas para salir a andar.

Al dolor le acompaña una sensación de hormigueo intermitente y una limitación en la movilidad del hombro. Qué rabia me da querer levantar el brazo y quedarme a mitad. Creo que la linfadenectomía (el vaciamiento ganglionar) axilar es lo que más limita. Cada vez que intento levantar el brazo siento en la axila como si cientos de hilos de lana se deshilacharan. Es algo desagradable.

Durante estos días he tenido sensación de estar curada. Me sentía limpia, como si la enfermedad se hubiera esfumado. La liberación que produce saber que el tumor no habita en tu cuerpo puede confundir. Curada aún no estoy y así me lo recuerdan ciertos índices de riesgo de recidiva. Soy una mujer joven y las células cancerígenas llegaron a los ganglios de la axila. Soy una paciente que tiene alto riesgo. Esto hace que me baje de mi ilusión de curación precoz (llegará algún día) y me sienta como ganado marcado, con un sello de esos que no se borran en la vida: ENFERMA DE CÁNCER. Dudo que, aunque los años pasen y los informes lo indiquen, pueda volver a sentirme curada. El miedo a recaer va a estar ahí siempre. Tengo que aprender a vivir con ello.


Como mi amiga Silvia dice: Hay quien tiene que pincharse varias veces al día para conocer su glucemia. A nosotras nos ha tocado esto. No se elige. Y qué razón tiene.

Ayer fui a la consulta de cirugía para ver cómo iba todo y para retirar drenajes. De momento me he liberado de uno. El otro tiene los días contados.

Hay buenas noticias. Al analizar la pieza quirúrgica han visto que el tumor se había reducido bastante, un poquito más de la mitad. Y que de 4 ganglios que vieron afectos por resonancia, solo en 1 se encuentran células malignas. La quimioterapia ha hecho su efecto. No tanto como a mí me hubiera gustado, pero lo ha hecho.

Soñaba con la respuesta completa. Había hecho cartelitos de colores donde podía leerse “respuesta completa patológica” y que había distribuido por toda la casa. Quería jugar con la lectura subliminar buscando una fuerza inconsciente que recordara mi deseo. Dicen que si deseas algo con mucha fuerza a veces se cumple. Me quedo con que el mío se ha cumplido a medias 😊

De todas formas, aún queda camino por recorrer. No sé seguro cuál es el paso siguiente porque aún debe reunirse el comité de médicos para decidirlo.  Sea lo que sea, quedan todavía días para comenzar la siguiente etapa. Por el momento me quedo disfrutando de esta, la de la recuperación después de una cirugía, porque cada día, mueva más o menos mi brazo, es un regalo.

PD: Aprovecho para agradecer a Asun los cojines que me hizo para poder apoyar el brazo. Me ayudaron mucho los primeros días y son mi salvación para las noches.

lunes, 3 de julio de 2017

PREPARADOS, LISTOS... YA!!!!


Desde que empecé a escribir el blog no quise poner una fecha fija de publicación para las entradas. Escribiría siempre que me apeteciera. Al principio incluso me contenía, por no cansar, ¡porque hubiera escrito diariamente! Pero desde la última vez y hasta hoy no había encontrado el momento adecuado.

Cuando terminó la última semana de neutropenia (periodo de bajada de defensas), con las restricciones que os he contado que conllevaba, quise exprimir cada instante al máximo y confeccioné un calendario en el que apuntaba los planes de cada día. No había hueco libre las primeras dos semanas. Todo lo que no había podido hacer los meses de antes empezaba a ser factible. Se unían tiempo y ausencia de limitación física. Incluso, con al menos 5 semanas por delante antes de la intervención, me propuse un “reto atlético”. Concienciada de que la actividad física era un factor de peso en mi proceso de curación, había empezado a correr durante la quimio aprovechando los días buenos entre ciclos. No hacía más de 500 m corriendo. Cuando conseguía coger ritmo tocaba nuevo chute. Hasta ahora. Tenía más de un mes por delante y sin interrupciones. Me propuse llegar a 5 km de carrera continua.


Disfruté de cada uno de los días como si de vacaciones se tratara. Pude ver a muchos de mis amigos, hacer prácticas de repostera, ir al cine, al teatro, incluso se terció alguna escapada. Me recreaba haciendo la compra. Iba a yoga dos veces por semana y salía a correr días alternos. He de reconocer que fueron días fabulosos.

Sentí alivio cuando supe la fecha concreta de la intervención. Pero a ese alivio se le añadió una necesidad de pausa y reflexión.  Mi cabaña me llamaba.

Conseguí mi reto. Esos 5 km supieron a victoria. El resto de salidas se hicieron más contadas y escogidas.


A diez días de la operación el miedo me paralizaba. Me fallaban hasta las fuerzas. Me había desinflado. He tenido algunos bajones durante estos meses pero, sin duda, este ha sido el más fuerte. Tenía miedo, ahora reconozco infundado, a morir en el quirófano. Una equivocación con la anestesia, una arritmia no controlada… Podían pasar tantas cosas... ¡Los médicos somos los peores pacientes!.

Me preguntaba si había aprovechado el tiempo si era cierto que me iba en unos días; qué pasaría con mi hipoteca, con mis gatos… Incluso llegué a hablar con mi chico acerca de mis últimas voluntades. Y lloraba, lloraba mucho. Hasta que en una cena en casa de mis padres mi madre me dijo aquella frase que ahora considero sanadora: “Perdona que te diga esto Ana pero, menuda paliativista de mierda eres”.

Las lágrimas cesaron y reaccioné. ¡Cuánta razón tenía! Tanto tiempo hablando de la muerte en mi día a día, en mi trabajo, y ¿resulta que ahora era yo la que decía que le tenía miedo? Realmente no me había parado a pensarlo bien. Estaba confundiendo sentimientos. Lo que tenía era rabia si me tocaba no seguir viviendo. Tanto aún por hacer… Y los iba a dejar solos, a mi familia. Eso es lo que más rabia me daba, el causarles sufrimiento. Entendí que no se trataba de miedo a morir. Si la providencia, Dios o el destino decidía que era mi momento, es porque así tenía que ser y lo aceptaba.

Saber que tienes cáncer de alguna manera te sitúa más cercano a la muerte. Siempre he hablado de ella con naturalidad. Es algo que también se aprende en casa. Desde hace años he oído decir a mi padre que no tiene miedo a la muerte en sí, que lo que sí que le asusta es el sufrimiento. Y me lo recordó en aquella cena. En el caso de que fuera mi momento, no iba a sufrir, estaría anestesiada. No habría dolor o fatiga, no habría motivo por el que padecer.

A partir de ahí me tranquilicé mucho. Me sirvieron mucho más esos dos comentarios que las decenas de “es una operación fácil, no va a pasar nada”.

El día llegó, o mejor dicho la tarde. Me habían citado a las 14:30 h. El tiempo de espera antes de entrar transcurrió lento. Estaba animada y bromeaba simulando mi presentación: “Hola, buenas tardes, vengo a curarme😊

Me nombraron y me despedí, sintiéndome pequeña e indefensa, pero con la convicción de que iba a salir bien. Inicialmente me pasaron a una sala donde me cambiaron y me pusieron la vía. Allí me acompañaba mi madre. Agradecí enormemente que dejaran pasar a un acompañante. Tras una hora en esa sala mandando mensajes de tranquilidad al resto de la familia vinieron para llevarme a otra estancia, la de preanestesia. Allí estuve sola.

Recordé todo lo que había estado pasando desde que confeccioné aquel calendario. Mis temores y posteriores reflexiones. Pasara lo que pasara no quería que mis últimos recuerdos fueran tristes o angustiosos y decidí pensar en todo lo bueno que había vivido y en lo afortunada que me sentía.

Al poco vino mi cirujano, al que admiro por su capacidad de tranquilizar y ofrecer seguridad. Tras preocuparse por mi estado anímico me explicó otra vez lo que haría y como quedaría. Me sentí protegida y confié, con más fuerza aún, en que todo saldría bien.

Sé que pase a quirófano sonriendo. Los previos y el relajante que me administró el anestesista lo pusieron fácil.

-          ¿Has pensado ya dónde te apetecería viajar Ana?

-          Quiero ir a Nueva York. ¡Pero espera! (reculé), que el viaje es muy largo y no sé si me apetece…

-          ¡Jajajaja! Eso no es problema, te teletransportamos.

Y así fue. No me dio tiempo ni a fijarme en la decoración de la estancia. En dos segundos empecé mi viaje.

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